17 de janeiro de 2014

Sebastião Salgado, Libro del Génesis


El gran fotógrafo brasileño resume en un libro y en una exposición de 245 imágenes su periplo de ocho años por algunos de los lugares más extremos del planeta

Sebastiao Salgado en el CaixaFórum de Madrid. / BERNARDO PEREZ (EL PAÍS)
Agua, fuego, tierra, luz. Estos cuatro elementos combinados en los planes de Dios al crear el mundo pueden ofrecer variables muy diversas, pero a los ojos de Sebastião Salgado se multiplican hasta el infinito, e incluso se salen de la norma porque, si bien el creador dejó claro, por ejemplo, que los cocodrilos deben reptar por la superficie hasta sumergirse en el agua, el fotógrafo brasileño nos puede sugerir, gracias a la superdotada visión que extrae de sus objetivos, que estas criaturas también vuelan. Quien se acerque al Caixaforum de Madrid lo puede comprobar con sus propios ojos al contemplar las 245 imágenes del Génesissegún Salgado, un trabajo que ha llevado al fotógrafo brasileño ocho años recorriendo el planeta en busca, ni más ni menos, que del paraíso.

¿Para qué? Para emular el ojo de Dios pero ser fiel a Darwin, para dar testimonio de los orígenes de la vida intactos, para certificar que corre el agua, que la luz es ese manantial mágico que penetra como un pincel y muta las infinitas sugerencias en blanco y negro que Salgado nos muestra del mundo. Para experimentar pegado a la tierra y los caminos aquello que relatan los textos sagrados pero también seguir la estela de la evolución de las especies; para comprobar que los pingüinos se manifiestan; para comparar la huella con escamas de la iguana y el monumental caparazón de las tortugas en Galápagos; para explicar que los indígenas llevan en la piel tatuado el mapa de su comunión con la de los ríos y los bosques; y que los elefantes y los icebergs emulan fortalezas de hielo y piel; y que la geología diseña monumentos y que todavía quedan santuarios naturales a los que aferrarnos.
Salgado (Aimorés, 1944) no sospechaba que a su edad iba a encontrarse en tan buena forma. Pero cuando decidió meterse a fondo en esta aventura que le ha absorbido hasta el tuétano, el fotógrafo se sorprendió a sí mismo atravesando cimas de 4.200 metros, vagando entre los surcos del agua, penetrando en la foresta y a expensas de la desnudez del desierto para captar lo que ha captado. “También es una vuelta a mis orígenes, a mi infancia en Brasil, cuando realizaba largos trayectos a pie, junto a mi padre, transportando ganado, y las distancias eran relativas”, asegura.
Así es como él cree que aprendió a mirar. Lentamente. Y a ser paciente, tal y como confiesa en De mi tierra a la Tierra, sus memorias publicadas ahora también por La Fábrica. En ellas describe, aparte de los hitos de su carrera, cómo alguien a quien le sonreía la vida, economista de alto nivel, se convirtió en un fotógrafo que al principio de su carrera no disponía de recursos para sufragar sus empeños de epopeya. Y cómo de los fríos despachos de los organismos internacionales pasó a dormitar entre tribus, ganarse la confianza de los rudos mineros y los perforadores de pozos petrolíferos para sacar adelante un proyecto como La mano del hombre o comprobar los efectos de la globalización migratoria antes de que se produjeran plasmándolos en su trabajo Éxodos.
En Génesis, Salgado ha logrado un viaje interior del que cualquiera puede ser partícipe —bien en la exposición o bien sumergiéndose en las páginas del espectacular tomo que ha publicado Taschen— sintiéndolo al aire libre. Las mutantes leyes del universo se manifiestan en él. “No creo que exista un orden establecido, pero sí una evolución común y natural entre lo mineral, lo animal y lo vegetal, una interacción”, explica.
Para ello ha caminado, ha logrado extraer energías milenarias de rutas como la que une Lalibela y el parque de Simien, en Etiopía. En total, 850 kilómetros a pie en tres meses. “El viaje de mi vida”, confiesa. Una odisea para la que reunió a un equipo de 15 personas y 18 burros de carga en los que transportaban los víveres y el material. “Así pude experimentar lo que se relata en el Antiguo Testamento, cómo viajaba la gente entonces, como vivía”. Lo hacían por senderos marcados por la huella del hombre desde hace más de 5.000 años y que se conservan intactos, como las costumbres de algunos. Se levantaban cada mañana a eso de las cinco de la madrugada y emprendían trayectos de unos 30 kilómetros en 10 o 12 horas. Sin planes demasiado inflexibles —“había que pararse a fotografiar, claro”—, con GPS y un cocinero, a juicio de Salgado magnífico. Su mujer, Leila, se unió a ellos en el único cruce de caminos al que se pudo acercar desde Adís Abeba en coche y les acompañó 350 kilómetros después andando. Es imposible entender la obra de Salgado sin su compañera de por vida, que le diseña los catálogos y las exposiciones, le acompaña en los viajes y le alienta a abordar sus épicos proyectos.
Así es como Sebastião Salgado ha querido retratar las raíces que nos pegan a la Tierra, a través de entornos donde sigue reinando el acecho del tigre, protegido por cuevas y rutas desde las que observaba la marea luminosa que mutaba los bosques y la arena de los desiertos, la erosión serpenteante de los cauces, donde no existen casas más allá del techo que ofrecen los árboles; donde las mujeres, sin mediar palabra, lavan los pies del forastero y el pecho de las madres está a disposición del hambre de sus hijos. Donde mana la vida en su orden salvaje, con su ley aclimatada al necesario pacto del equilibrio que en otros lugares vamos perdiendo.

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